Uno de los misterios que más intriga al mundillo político es la fatalidad que impide a los gobernadores de la Provincia de Buenos Aires llegar a la presidencia de la Nación. Y esto pese a la gran relevancia del cargo y del manejo de una “caja” poderosa. Solo dos personas, Mitre y Duhalde, lograron ocupar ambos cargos, aunque ninguno por voto popular.
La ciencia política ensaya diversas explicaciones al fenómeno, pero obvian un dato nada científico: la “maldición de la Tolosana”, también conocida como la maldición de los gobernadores. El extraño caso revive cada vez que se avecinan elecciones presidenciales y se barajan los candidatos y sus posibilidades. Dice Claudia Piñeyro, reconocida autora de ficción, que la fuerza de un mito reside en la firmeza con que la gente cree en él. Una leyenda será veraz en tanto la población crea que lo es. Algo así como “que las hay, las hay”.
La primera víctima de la maldición fue el gobernador Dardo Rocha.
La Ley de Federalización de la ciudad de Buenos Aires había dejado a la provincia sin su histórica capital. Y por añadidura sin su gobernador, dado que Carlos Tejedor había renunciado después de haberse negado a cumplir la Ley y ser derrotado militarmente. El nuevo gobernador tuvo que comenzar su gestión procurando establecer una nueva sede para las autoridades. Y optó por la fundación de una ciudad en las Lomas de Tolosa, cerca del puerto de Ensenada, bautizada con un promisorio nombre: La Plata.
Rocha intuía que la creación de una ciudad magnífica, con una concepción moderna y racional, crearía una épica que lo impulsaría hacia un futuro presidencial. Al momento del acto fundacional, inaugurando un sólido monolito en el centro de lo que sería la nueva capital, comenzaba su segura carrera hacia la primera magistratura. El monumento contenía una bóveda sellada en la que se habían depositado documentos y símbolos masónicos, acompañados por unas cuantas botellas de vino y champán. Cuando la ciudad cumpliera cien años, se destaparía la bóveda y las botellas se descorcharían en un solemne brindis. Todo estaba previsto. O casi todo. Porque en política, como en el futbol, el otro también juega.
Pocas noches después del acto inaugural y con el concurso de una conocida hechicera de la zona conocida como la “Tolosana”, un grupo de opositores a Rocha llevó a cabo un acto de brujería con el objeto de frustrar las aspiraciones del iluso Dardo. Destaparon el monolito, sacaron y rompieron los elementos guardados en la bóveda, descorcharon las botellas y se bebieron todo el vino. Luego, en alegre comparsa, dieron varias vueltas en torno al magno sitio profiriendo palabrotas mientras la buena señora, subida en la desolada construcción y con la pollera a media asta, orinó copiosamente. En un acto de generosidad amplió el alcance de la maldición para la que había sido convocada, que se circunscribía a Rocha y la hizo extensiva a todos sus sucesores. La ciudad del positivismo racional había sido invadida por el embrujo.
A lo largo de más de un siglo, personas de relevancia, con poder y dinero, intentaron recorrer el camino de Rocha y no lo lograron. El mito mantuvo su vigencia. El único que intentó destruirlo fue Eduardo Duhalde que, en carrera por la presidencia apeló al concurso de un especialista parapsicólogo que practicó una ceremonia para desanudar la maldición, como se sabe, sin resultado.
El mito sigue, para solaz de aquellos que consideran que no todo es explicable en la vida.
Quién esto escribe, más cercano a las creencias populares que a los dictados de la razón, hace votos para que el alcance del poder de la Tolosana haya concluido. O al menos nos proporcione un breve respiro.
Por Carlos Román
Para Palabra Activa