Parece inevitable que al hablar de Independencia venga a nuestra mente de manera inmediata la imagen de la Casa de Tucumán. La visión de aquella morada señorial cuyo frente tan particular está asociado al concepto desde nuestra vida escolar. Cómo no volver a imaginar aquellos dibujos que adornaban los cuadernos, cada año para el mes de julio.
La condición de independencia se asocia a la de libertad y se aplica a la de cualquier territorio o estado que no recibe órdenes de otro o que no es tributario de ningún poder extranjero. Y es cuando se analizan estos simples conceptos que empezamos a cuestionar la verdadera situación que tensa las relaciones en el mundo moderno. Al punto de preguntarse si hoy es posible la vigencia de tal cualidad.
La declaración de nuestra independencia en la “benemérita y muy digna ciudad de San Miguel de Tucumán”, como reza el Acta levantada aquel 9 de julio memorable, y que consideramos como la partida de nacimiento de Argentina como Estado emancipado, no deja de ser la expresión valiente de un grupo de patriotas que, en un momento y en circunstancias determinadas, decidieron que los pueblos a los que formalmente representaban, tomaban en sus manos la responsabilidad de dejar atrás el vínculo colonial que España había impuesto desde la conquista de América.
La decisión del Congreso se tomó en las horas más difíciles de la lucha por la emancipación. Cuando en Europa se restauraban las monarquías absolutas estableciéndose una Santa Alianza que amenazaba con la intervención de grandes ejércitos para eliminar de la faz de América y para siempre, la idea de la libertad.
Pero, tal como auguraba San Martín, verdadero impulsor de la decisión del Congreso, las causas grandes se hacían para hombres y mujeres de coraje, dispuestos al sacrificio de sus vidas y sus bienes. Y así fue a lo largo de nuestra historia. Las luchas por lograr una Patria libre y soberana impusieron grandes sacrificios que contrastan con la placidez de la vida de los que decidieron ser complacientes con la situación contraria.
Quién hoy analiza el presente de las naciones americanas no puede desconocer las tensiones políticas, económicas y sociales que convulsionan la vida de los pueblos. Minorías oligárquicas vinculadas a poderes internacionales imponen un discurso inmoral que hace ver como inevitable el vasallaje tributario. Mucho tiene que ver el “aparato cultural” que crea una escala de valores contraria a los intereses de la comunidad. Tal como lo expresaba genialmente Arturo Jauretche, establecen desde el poder que da el manejo de los instrumentos culturales, un conjunto de zonceras entre las cuales se destaca aquella que antepone a la “barbarie” criolla, la “civilización” que viene de Europa.
El menosprecio de lo propio es la base para poder imponer lo extraño como superior. Y de la mano de esa supuesta superioridad viene la dependencia económica no ya de las potencias extranjeras que imponían sus banderas sino de los poderes económicos supranacionales que empobrecen a las mayorías para enriquecer a las minorías.
Esa es la razón por la que, cada vez que se celebra nuestra Independencia se hace visible la necesidad de dar la batalla cultural que nos hará merecedores y merecedoras de aquel acto memorable del invierno tucumano del año 1816.
La necesidad de tomar en nuestras manos una lucha que está lejos de terminar.
Carlos Román