El historiador tiene más poder
que los dioses: es capaz de cambiar el pasado
Marc Bloch
El joven Adolfo Saldías, reconocido intelectual de Buenos Aires, adscribía a la idea de que la historia como ciencia, debe escribirse mediante el análisis de los documentos pertinentes.
Su mentor era Bartolomé Mitre, que ya había editado su Historia de Belgrano y la Independencia y San Martín y la Emancipación. En oposición, Vicente Fidel López, el hijo del autor del Himno, creía que era mejor basarse en los testimonios orales, de los cuales tenía bastantes dado que la casa paterna fue lugar de asiduas reuniones en los albores de la Patria.
Saldías quiso completar la obra de su maestro y se propuso escribir la historia de Rosas y la Tiranía. Don Juan Manuel había fallecido en Inglaterra y su hija era depositaria del archivo paterno. Viajó a Londres donde lo esperaba una gran sorpresa.
El trabajo de archivo le mostró una realidad distinta a la fábula inventada por los vencedores de Caseros. Así lo narró en su Historia de la Confederación Argentina considerado como el primer trabajo revisionista. La decepción fue muy grande cuando el general de larga melena y cortos méritos le devolvió el manuscrito entregado con una frase lapidaria: “hay nobles odios que es necesario mantener”. Aunque sea mintiendo.
Saldías sufrió el exilio social. No solamente su obra, ignorada ex profeso, debió esperar años para ser publicada sino que los círculos sociales que frecuentaba le dieron la espalda. Había osado romper el velo que, con mentiras, ocultaba un glorioso pasado.
Este ejemplo muestra crudamente cómo se estableció la Historia Oficial. Academias, institutos de formación docente, editoriales, programas escolares y por cierto la gran prensa, fueron utilizados para sostener la mentira que, durante décadas, conocimos como historia argentina.
Con una maestría digna de mejores causas los fabuladores presentaron una serie de axiomas que, de tanto repetir, se transformaron en dogma. Así lo propio es bárbaro en el peor sentido del término y lo extraño civilizado.
A partir de allí todo. Defender la soberanía con cadenas en los ríos era negar el ingreso de la civilización. Traicionar a la Nación vendiendo sus servicios al Imperio de Brasil era luchar por la libertad. Endeudar a la nación con la banca internacional era abrir las puertas al progreso.
La oligarquía apeló a esa farsa con un claro objetivo: darle un marco adecuado a la nueva colonización, esta vez británica, de nuestra Patria y naturalizar el estado de sumisión de las clases populares. Ese nuevo país, el de la Generación del 80, necesitaba un pueblo quieto y manso tal como aconsejaba el Viejo Vizcacha, el tutor del hijo de Fierro, metáfora brillante de la escuela sarmientina.
No es posible el engaño permanente. El pueblo se fue empoderando a lo largo del siglo XX. Su presencia se hizo notar en las calles, en las plazas y en las fuentes sacrosantas. De igual forma, la historia cambió su orientación y comenzó a ver que las gestas se hacían con el pueblo dentro. Y los ejércitos que peleaban por un futuro mejor dejaban de lado los caballos blancos de los héroes y empezaban a oler a bosta y a transpiración. Se reconocieron las luchas sociales y la historia dejó de mirar allí donde señalaba el dedo de Colón y comenzó a entender como propia a la América morena.
Desmembrar la estructura de la dependencia no es fácil. Es una dura batalla cultural que se debe dar con la alegría de tener la razón de nuestro lado. El aporte de cada persona cuenta para seguir cuestionando todas y cada una de esas zonceras de auto denigración que describiera Jauretche.
Carlos Román
Para Palabra Activa
Desocultar la mentira requiere un trabajo apasionado y constante, ellos tienen poder, pero las convicciones tendrían que poder más…