Imagen: Gabriel Quipildor Artista.
En estos días, tal como ocurre cada año, la discusión sobre el significado del descubrimiento de América entra en un estado de polémica. Y está bien que así sea.
La re significación del valor simbólico de la fecha pone en cuestión lo que nadie discutía: que el “descubrimiento” de América era un hecho fundacional de nuestra nacionalidad.
Era poco menos que una herejía dudar de la santidad de la obra evangelizadora o de la sacrificada tarea civilizadora de España. Opinar lo contrario merecía el repudio de quienes adscribían a la enseñanza de la historia oficial o anteponían su fe religiosa a cualquier estudio crítico sobre el pasado.
La violencia ejercida sobre la población nativa, el trabajo forzoso rayano en la esclavitud, las matanzas con las que se castigaba cualquier tipo de rebeldía, las violaciones ejercidas contra las mujeres nativas, eran cuestiones barridas bajo la alfombra, tal como se suele hacer con las verdades incómodas; o negadas, aduciendo conspiraciones anti españolas, fruto de una supuesta “leyenda negra”.
Hechos comprobados como la disminución acelerada de la población originaria, la destrucción de los elementos culturales y religiosos propios de civilizaciones tan altas como las de México o Perú, los traslados forzados de personas con el objeto de sofocar rebeliones o el suicidio masivo de comunidades enteras que temían caer en manos de “la civilización”, fueron sistemáticamente negados.
Si bien es imposible un análisis desapasionado, resulta claro que la conquista de América fue eso: una conquista. Una guerra por el espacio por la cual Europa logró imponer su dominio, despótico y cruel, sobre las poblaciones cuya tecnología en armamentos era netamente inferior. Y esa imposición, no solo de España sino de otros países europeos, católicos y protestantes, estuvo acompañada de un intento de homogeneización cultural y religiosa forzada, sin demasiadas alternativas para los pueblos vencidos.
El resultado de la conquista fue, para América, el establecimiento de sociedades patriarcales y clasistas, con absoluto desprecio por los derechos de la población más débil, la originaria, la mestiza. Siglos de sometimiento, apuntalados por un andamiaje cultural lleno de zonceras, como las denominara Arturo Jauretche, elaboradas a partir de las que llama “la madre que las parió a todas”, que no es otra que la frase “civilización o barbarie”, de aquel que portara la espada, la pluma y la mala palabra.
Afortunadamente, y merced a la comprometida lucha de hombres y mujeres pertenecientes a esas mayorías que van saliendo del silencio, la visión de la fecha fue cambiando. El respeto a la diversidad cultural, que estuvo ausente en nuestra vida como nación independiente hasta hace pocas décadas, se impone de la mano de la concepción de Patria Grande. Hace unas décadas se tomaba a risa que un dirigente sindical cocalero tuviese aspiraciones a dirigir un estado como Bolivia cuya población mayoritariamente originaria fuera siempre ignorada. Hoy vemos con admiración cómo esa población salió a enfrentar y vencer al gobierno golpista apoyado por los poderosos del continente.
Es cierto que aún quedan quienes creen que la diversidad se puede ahogar o matar por la espalda. Es cierto que todavía hay quienes ven en la lucha por el reconocimiento de esa diversidad cultural un intento de disolución de naciones. Pero frente a los que piden disculpas a un anacrónico rey, hay miles que no cejarán en su lucha reivindicativa. Son quienes ayudarán a seguir empujando los monumentos erigidos a los conquistadores a sitios cada vez más alejados de los centros de poder.
Son, somos, quienes afianzados en nuestra historicidad, avanzaremos en pos de un futuro mejor, con justicia y libertad.