En 1948 el periodista, militante político de la izquierda británica y excombatiente voluntario de las tropas anti-fascistas durante la guerra civil española, George Orwell comenzó a publicar en fascículos una descarnada visión crítica de la Revolución Bolchevique. “Rebelión en la Granja” trazaba, mediante una ácida metáfora literaria, el derrotero revolucionario de octubre que terminaba siendo encorsetada por la burocracia stalinista. Esa controvertida visión, que le valió a su autor críticas tanto de la derecha como de la izquierda europea, puso sobre el tapete la importancia que tiene el pueblo en controlar continuamente los procesos políticos transformadores.
La democracia, al menos en sus orígenes históricos, fue un proceso revolucionario que debía servir como el “contralor popular” que limite el poder de la mano invisible del mercado. De este modo, mientras que en el capitalismo las fuerzas económicas pueden funcionar en “piloto automático”, la democracia como mecanismo de participación política requiere inevitablemente de una ciudadanía y dirigencia activa y participativa. Esta es una lección histórica conocida pero no del todo aprendida.
Cuando en las elecciones de 1999 el genocida Antonio Domingo Bussi fue electo diputado nacional por Tucumán fueron los bloques parlamentarios de la UCR, el PJ y el FREPASO quienes se negaron a tomarle juramento por “inhabilidad moral” impidiendo su asunción. Seis años más tarde, en 2005, otro represor y torturador fue electo diputado, esta vez por la provincia de Buenos Aires. Luis Abelardo Patti fue objetado únicamente por el Frente para la Victoria mientras que la UCR, el ARI y el bloque de los “peronistas dialoguistas de Córdoba y Santa Fe” defendían la incorporación del ex -comisario al Congreso. La abrumadora mayoría del FPV pudo, esta vez en soledad, impedir el ingreso del terrorista de Estado al parlamento.
Sin embargo esos “anticuerpos democráticos” se fueron debilitando y en las elecciones legislativas del 2021 asumieron 4 diputados de inocultable tradición anti-democrática: Ricardo López Murphy y Sabrina Ajmechet (ambos por la UCR porteña) habían destilado ponzoñosas declaraciones contra los organismos de Derechos Humanos y el feminismo, apoyaron públicamente la política genocida del estado de Israel contra el pueblo palestino y negaron la existencia de “30.000 desaparecidas y desaparecidos”.
Los otros dos casos son más conocidos ya que en esa misma elección accedieron a sus bancas Javier Milei y Victoria Villarroel, actual binomio presidencial. Ni un solo de los bloques parlamentarios, ni un solo diputado, ni una sola diputada propusieron una “moción de censura” para impedir que cuatro exponentes del más rancio negacionismo de ultra-derecha ocuparan una banca en el Congreso Nacional. La democracia parecía haber bajado la guardia.
De allí que este marzo no podamos reducirnos a la indignación estéril que nubla la razón ni al derrotismo que inmoviliza. Sólo la movilización popular, el activismo político y el debate ideológico podrán frenar esta nueva fase neo-fascista que ahora se camufla con cosmética democrática.
Hoy más que nunca la democracia requiere un esfuerzo conjunto de todos los sectores que componen el campo nacional y popular para derrotar esta nueva y decisiva batalla por la liberación de la patria.
A las “fuerzas del cielo” deberemos oponerles las “fuerzas del subsuelo sublevado”.
Ambrosetti tiene razón, fue la desidia y la fácil comodidad de algunos políticos que descuidaron la salud democrática