Se suele hablar de los vaivenes de nuestra vida política. De las crisis recurrentes. De los dramáticos cambios de sentido que tienen nuestros procesos históricos. Sin embargo hay una constante: la interrupción violenta de los períodos en los que el pueblo encuentra una conducción que le permite avanzar en la adquisición de derechos. La inexorable irrupción de las elites minoritarias que no encuentran otra vía que la violencia para lograr sus objetivos, que no son otros que la defensa de sus privilegios.
La historiografía liberal se ocupó de escamotear o tergiversar los hechos de nuestro pasado abogando siempre a favor de los grupos de privilegio y desvalorizando las luchas populares y sus líderes. Este concepto enmarca claramente al hecho que refiere esta nota: el fusilamiento del Gobernador de la Provincia de Buenos Aires y Encargado de las Relaciones Exteriores de la Nación, Manuel Dorrego, en los campos de Navarro, el 13 de diciembre de 1828.
El año 28 había sido duro en Buenos Aires. Rivadavia debió renunciar a la presidencia de una República inexistente amparada por una Constitución inaceptable, cuando se descubrió el humillante tratado de paz “a cualquier precio” que pondría fin a la guerra contra Brasil. Dorrego asumía el gobierno de la Provincia, ponía fin a dicha guerra con otros términos más honorables y daba por terminado el intento presidencialista y constitucional de los unitarios. Pero estos, junto al Banco, manejado por la elite mercantil de la ciudad, ingleses y criollos, conspiraron activamente, logrando el concurso de los jefes militares que regresaban al país con sus ejércitos, decepcionados por el desenlace de la guerra. La revolución era, a fines del año, un secreto a voces.
Aquel diciembre luctuoso empezaba con la noticia de que una minúscula reunión, en la Capilla de San Roque, se había convertido en una parodia de elección democrática designando a Juan Galo de Lavalle, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. El León de Riobamba, apelativo ganado por sus méritos en los combates de la guerra de la Independencia, usurpaba el cargo que, legítimamente, detentaba Dorrego.
El gobernador se retiró hacia la campaña en busca de apoyo pero fue derrotado en el combate de Navarro y poco después tomado prisionero.
La suerte del prisionero estaba echada. Lavalle quedó enredado en la trama de los hombres de levita, que le enviaron cartas con expresiones tales como “en las revoluciones se juega la vida de los vencidos” o, “es necesario cortar la cabeza de la hidra”, con la recomendación: “cartas como estas se rompen”, que revelaban la cobardía de los intrigantes Juan Cruz Varela y Salvador María del Carril.
La orden llegó implacable. No hubo juicio. No hubo defensa posible. “Prepárese a morir en una hora”. Hubo una confesión ante un sacerdote. Hubo una carta triste a su esposa. Hubo un recuerdo para cada una de sus hijas. Hubo un pelotón y un valiente, héroe de la independencia, cayó alcanzado por las balas.
La sangre vertida en Navarro generó una masacre abominable en el territorio de la provincia. Miles de paisanos, humildes y trabajadores, cayeron ante la furia de la turba con uniforme al mando del que, para la posteridad, dejaba de ser el león para convertirse en el Cóndor Ciego.
Dorrego caía por ser el líder de un pueblo que quería afianzar su independencia y su soberanía. Cayó por no ser funcional a la oligarquía. Cayó por ser, en definitiva, el primer descamisado.
No fue el primer fusilado. Tampoco sería el último.
Carlos Román
Para Palabra Activa