Los últimos vestigios del dominio español en América coincidieron con los albores de un nuevo imperialismo, el inglés. Hacia 1820, la nación británica estructuraba un proyecto global que le permitiría un siglo de primacía. Se basaba en la industria, la marina, de guerra y mercante y una fuerte burguesía con avidez de lucro a como diera lugar.
Por estas pampas, dos tendencias políticas se disputaban el poder: los “dotores”, la clase ilustrada, enriquecidos hijos del contrabando, de refinados modales europeos y profundo desprecio por un país al que no entendían, pero querían gobernar. La otra, la popular, cuyos líderes entendían que el enriquecimiento del puerto de Buenos Aires se cimentaba en un comercio libre que traía pobreza y falta de trabajo al pueblo. Unitarios y federales. La primera grieta.
Don Bernardino Rivadavia, se había hecho del gobierno en la Provincia de Buenos Aires por aquellos años. Baste para tener una idea de su gestión la falta de interés en apoyar la empresa libertadora de San Martín, que le pedía ayuda para finalizar la lucha contra España. Don Bernardino estaba en otra. Planificaba la construcción de algunas obras públicas en la Provincia (puertos, aguas corrientes y fortines fronterizos), lo cual no deja de ser loable, salvo que para realizarlas necesitaba del apoyo financiero del exterior, más concretamente, de la casa Baring Brothers, de Londres, que tendría el privilegio de ser la primera banca privada que posara su mirada sobre nuestra Patria, aprovechando la avidez ministerial. Y así, el “hombre que se adelantó a su tiempo”, como fue calificado con certeza por sus entusiastas admiradores de lapicera fácil para firmar deudas que pagarían otros, había dado origen a la deuda fundacional.
Mientras eso ocurría, las palomas volaban sobre la ciudad sin tener un sitio en el que posarse.
Abundar en las escandalosas cláusulas del Empréstito de la Baring es necesario pero extendería los límites de esta nota. Invito a quién se interese por el tema a consultar la abundante información que existe. Solo haré referencia al plazo de doscientos años para el pago, con un interés que multiplicaría treinta veces el monto recibido. Que el monto recibido no fue el pactado, ya que quienes oficiaron de gestores se repartieron con la Baring un 30 % de la suma original. O que, ante el riesgo de cruzar el mar con el oro equivalente al préstamo otorgado, prefirieron enviar letras de cambio, ante la complicidad del adelantado. O, para terminar, que a manera de garantía, se hipotecaban las tierras públicas de la provincia, que llegaban hasta la Tierra del Fuego y las Malvinas.
Don Bernardino, adelantado a su tiempo como era, no pudo concretar sus ambiciosos planes, pese a lo cual arribó a una cuestionable presidencia de la República, con sillón y todo, cuya duración fue mucho menor a los daños perpetrados durante ella.
Las palomas, de variados plumajes seguían sobrevolando, ya cansadas, buscando una superficie para descansar sus fatigas.
En estos momentos en que una deuda enorme pesa sobre el futuro de nuestra Patria, no está de más la referencia al precursor. En los procesos de endeudamiento hay algunas constantes. Las deudas son contraídas por los gobiernos oligárquicos, dóciles ante los poderosos y terminan condicionando a los gobiernos populares poniendo en evidencia la estrecha relación que existe entre la independencia económica y la soberanía política de una nación.
Como es lógico, los historiadores “oficiales”, con Mitre a la cabeza, ensalzaron la figura del nefasto gestor del empréstito con loas a su capacidad anticipatoria y a su grandeza cívica. Quizá por la necesidad que tiene el político tramposo de referenciarse en otro tan tramposo como él para justificar sus agachadas. Rivadavia recibió profusos homenajes. Aulas, parques, calles y, por supuesto, la “avenida más larga del mundo”.
Hasta se violó su voluntad repatriando sus restos ya que había muerto en Cádiz y sepultándolo en un enorme monumento en la Plaza Once de Setiembre.
Y al fin las palomas, con una sabiduría propia de la naturaleza animal, encontraron un lugar para posarse. Y para depositar sus merecidas ofrendas sobre la tumba de Don Bernardino.